La Señora Kurtz





Friedhof Melaten

Cuando me levante todavía era de noche. No había descansado mucho y ya tenía mi abrigo puesto, pronto a partir. Cogí el metro 18 en la estación Weisshausstrasse a las 7:04 y me senté de cara a la ventanilla sobre el lado derecho del último vagón. Algunas miradas dormidas se dirigieron a mi con intenciones prejuiciosas aunque di por sentado que se trataba de aquel rutinario acto de reconocimiento hacia cualquier individuo que ingresa en un metro. Hacía solo unas horas que un amigo me había llamado para ofrecerme unos euros a cambio de mi ayuda en su mini empresa. No se había detenido en detalles, limitándose a decirme que se trababa de un trabajo fácil y de tan solo un par de días de duración.

Llegue puntual, coincidiendo mi llamado a la puerta con las campanadas de la iglesia de St. Agnes ubicada al final de la calle. Aguarde un par de minutos pero solo recibí los ladridos de Dosi, la mascota de mi amigo, algo así como el famoso perro de la RCA Records pero con algunos kilos de más. Corría un frío tradicionalmente alemán cuando desde la cera de enfrente un hombre agitando sus brazos me invitaba al interior de un café. Era Michael, mi amigo y dueño de la mini empresa. Cruce con las manos en el bolsillo y entre en el bar donde me recibieron un apretón de manos y un gigantesco Milchkaffee*.

-Tenemos 10 minutos- me dijo con voz gruesa mientras encendía su tercer cigarrillo del día.

Michael o Micha como prefieren que lo llamen es una de esas personas que fabrican su vida día a día, reinventándose para conseguir grandes logros que mañana serán solo un recuerdo. Entre nosotros prima una mezcla de castellano, alemán e ingles para comunicarnos, aunque esto bien sabíamos no sería ningún impedimento para el trabajo que íbamos a realizar.

Su nuevo invento se viste de empresa que limpia aquellas casas que han sido deshabitadas recientemente para poder ser habitadas por nuevos inquilinos. Así de claro y así de sencillo. Alguien hace una llamada, él lleva sus herramientas y en 2 o 3 días el lugar reaparece sin el menor rastro de su antiguo habitante. El motivo del trabajo tiene muchas formas y matices aunque habitualmente adquiere el perfil de hogares de personas mayores que han fallecido dejando todas sus pertenencias a la espera de un nuevo destino. Muebles de todos los tamaños y colores, televisores, ropa, cocinas, lavadoras, heladeras y varios kilos de cables son algunos de los actores principales de la historia aunque en realidad el oficio esconde otra cara.

El café con leche comenzaba a hacer efectos sobre mi persona cuando dentro del auto Micha me comento el objetivo del día. En un barrio residencial al noroeste de Köln, la señora Kurtz había fallecido a los 94 años y sus dos hijas con sus respectivas vidas en Londres y Frankfurt habían decidido limpiar el piso de recuerdos. Micha ya había elegido un par de cosas para su casa y otras para el mercado que organiza con aquellos elementos que considera de cierto valor. El resto se enfrentaría a un final poco feliz en el basurero municipal, a pocos kilómetros de donde nos encontrábamos. A medida que el auto seguía las indicaciones del navegador por satélite y una robótica voz femenina nos ayudaba a encontrar nuestro destino, comencé a imaginarme a la señora Kurtz.

La llegada a nuestro lugar de trabajo se presento como algo de lo más natural. Estacionamos el auto a pocos metros de la puerta de entrada del edificio, preparamos las herramientas, ubicamos nuestro container calculando meticulosamente el trayecto que debíamos realizar y luego nos preparamos para entrar en la casa. Cogimos las llaves, abrimos las puertas de par en par, avisamos a los vecinos del trabajo para despejar cualquier duda y comenzamos el estudio del ecosistema al que nos enfrentábamos.

En la superficie uno bien podría decir que el trabajo se presenta manual, ordinario y sin mayores sacrificios más allá del desgaste físico. Pero déjenme decirles que en realidad uno descubre que se trata de una clase de juego extraño y ciertamente misterioso.

Al entrar en la casa sentí más que nunca mi rol de extranjero. La presencia de aquella ausencia era perturbadora y por momentos sentía la incomoda sensación de estar en un lugar que me expulsaba. Micha en cambio, se paseaba como por su casa analizando cada detalle por realizar. Hacía un par de días que había comenzado a vaciar el departamento y cuando observó mis movimientos me comparo con un gato por aquello de mi excesiva cautela. Lo cierto es que luego de un par de claves para realizar el trabajo, mi amigo me comunico que se ausentaría por algunas horas y que mis lugares de trabajo ya estaban seleccionados: la habitación de la señora Kurtz, la habitación de la mujer que cuido de la señora durante sus últimos días y el desván ubicado fuera del departamento, cerca del garage del edificio.

Observe a Micha alejarse desde el ventanal de lo que alguna vez había sido el living de los Kurtz. Las nubes nuevamente se encaprichaban en no dejarme ver el cielo y algunas gotas anunciaban una pronta lluvia. Cerré las cortinas y encendí las luces. Los ambientes se iluminaron paulatinamente destapando historias y recuerdos ajenos. En el living la chimenea aún contenía madera y en las paredes, los cuadros habían dejado su huella de polvo. El aroma era extraño. El perfume del hogar se mezclaba con la suciedad construyendo una fragancia seca y densa como el aire que se respiraba. La habitación de la señora Kurtz se presentaba detenida en el tiempo. La cama a medio hacer, la almohada en un rincón y el colchón conservando el molde de la señora Kurtz sobre el lado izquierdo de la cama. Cogí varias bolsas y comencé a vaciar el armario con rapidez. Quizás no quería detenerme en detalles aunque me fuese imposible no imaginarme a la señora Kurtz en esas ropas, luciendo esas carteras y probándose la elegante bijouterie del cajón de la cómoda.

Mientras quitaba las sábanas y luchaba con la polvareda de un pasado reciente, encontré una foto de la señora Kurtz recostada en la alfombra y oculta bajo la sombra de la cama. Deje mi trabajo y levante la fotografía observándola detenidamente. Quizás fueron cinco o diez minutos los que estuve allí parado, con la mirada perdida en la pose de la señora Kurtz. Mi mente viajo al instante preciso en el cual se había tomado la fotografía. En realidad la persona que allí posaba no se parecía mucho a la persona que mi cabeza había construido, aunque de todas formas me sentí cercano a la mujer retratada en aquella foto. Allí estaba la señora Kurtz detenida en tiempo y espacio y aquí estaba yo, recogiendo sus vestidos favoritos y su entrañable colección de zapatos.

Seguí mi trabajo fuera del departamento, atravesando el edificio por pasillos oscuros, puertas de chapa y caños ruidosos para llegar al desván de la familia Kurtz. Entre la maleza de cartón, papeles y objetos archivados, alguna que otra araña se escondía sorprendida de mi presencia. Allí descubrí que la señora Kurtz era de origen judío y que había ejercido como médica a lo largo de su vida. También pude percibir su afición por la buena música y el uso de una caligrafía envidiable. Bajo aquellos retazos de vida emergió un cochecito de bebes que me serviría de gran ayuda. Ubique cada elemento en su interior y poco a poco fui trasladando parte de la vida de la señora Kurtz al conteiner estacionado fuera.

Es curioso como a través de los objetos uno puede adivinar muchas características de la vida de una persona. Pensé mucho en la cantidad de elementos que somos capaces de coleccionar durante una vida y su irreparable final. Cada objeto que sostuve en mis manos antes de arrojar a la basura tenían una historia, una vida dentro de la vida de la señora Kurtz y su familia. Miles de anécdotas, risas y llantos que comenzaban a reciclarse en busca de un nuevo dueño. Mantuve esa idea en mi cabeza mientras tiraba junto a Micha dos toneladas y media de la vida de la Señora Kurtz al basurero municipal. Para llegar a el, irónicamente habíamos atravesado el mayor cementerio de Europa: el Fredhof Melaten. Un trabajador del basurero de origen turco nos ayudaba con los elementos pesados y de vez en cuando se quedaba con algunos objetos de la señora Kurtz. Objetos que me imagino revendería para conseguir un dinero extra.

Los tres, parados frente al container, mirábamos como una maquina comprimía años de vida transformándolos en simples cubos de recuerdos. El ruido del quiebre de la madera y el estallido de los cristales comenzó a llamar a varios pájaros que se encontraban estacionados en un cable moribundo de un poste de luz.

-Son cuervos – me indicó Micha mientras convidaba un cigarrillo a nuestro amigo turco.




Agua para las flores de los muertos



Tumbas para los muertos



Miedo para los vivos



Esperanza para los supersticiosos